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Dos historias de dudosa procedencia

Advertencia: Las siguientes historias son reales, narradas por un personaje no tan real, y cuyo paradero se desconoce.

El restaurante para gringos.

Con mi jorga (mis amigos y mi hermano) tenemos la costumbre de los sábados por la tarde, ir por el centro de la ciudad, por las calles donde suelen haber bares, cafeterías y negocios de comida rápida un poco “escondidos” (es decir, lugares donde no vas muy a menudo con tu familia, pues el ambiente es un poco más bohemio, a estos lugares por lo general vas con tus amigos para comer algo rápido o tomar un par de tragos o un café, o lo que sea).

Nos llamó la atención que en una calle en particular, la mayoría de negocios tenían información en inglés, como los célebres “Pull”, “Push”, “Open”, “Closed” para la puerta (creo que “open” y “close” son para que los gringuitos sepan para donde abrir la puerta, y esos “pull” y “push”, indican si el negocio está listo o no para atender a los clientes). Una de esas vimos que uno de los negocios decía servir comida italiana, y decían hacer la mejor pizza del mundo (“The best pizza of the World” literalmente “la pizza más bestia del mundo”), así que decidimos probarla, pues como llevábamos un poco más de dinero que comúnmente, sería bueno sentirnos como extranjeros comiendo “a lo bestia”.

Para nuestra sorpresa, lo único realmente bestial dentro del restaurante, eran los precios. Ni la musiquita italiana de fondo, ni el ambiente claramente europeo, ni el acento fingido del dueño, valían lo que querían cobrar por las pizzas. Generalmente, si notábamos que los precios sobrepasaban los límites de nuestra capacidad económica, lo que hacíamos era retirarnos del lugar, alegando que debíamos ir al baño (¿todos?) o que nuestras novias nos estaban esperando (¿todas?) o que en verdad no nos alcanzaba el dinero (todos). Sin embargo, queríamos sentirnos como extranjeros, y a estas alturas, ya nos dimos cuenta que en estos restaurantes “para extranjeros”, los precios varían dependiendo de la nacionalidad que tengas (en resumen, mientras de más lejos seas, más te va a costar), por lo tanto; decidimos pedir lo más barato que había en el menú. ¿Y qué era?

Brownie con helado. El Brownie, se pronuncia “brouni”, y para los que no sepan, es una tortita hecha plenamente de chocolate, muy, muy sabrosa, y que, según mis investigaciones, tiene ese nombre porque en norte América se les llama así cariñosamente a los negritos, o personas de piel oscura, que habitan por allá.

En fin, todos pedimos el famoso brownie, menos mi amigo Yusepe (así se llama, se ve que sus padres no sabían nada de escritura Francesa, todos sabemos que se escribe “Giuzepe”) que por economizar un poco, pidió que su orden venga sin la bolita de helado.

Nos llevamos otra sorpresa al llegar la orden. Los pastelitos eran poco más grandes que nuestros teléfonos celulares (y cabe aclarar que todos tenemos de los modernos, chiquitos, nada de “ladrillos”). La bolita de helado, cubría aproximadamente el 102% del pastelito, llegando al punto de que debíamos alzar la bola para poder disfrutar visualmente del pequeño postre. Y para acabar con nuestras últimas esperanzas de quedar satisfechos, llegó al final la orden de Yusepe, que se veía más insignificante todavía pues sin la bola de helado, el diminuto brownie quedaba en total evidencia. Sin más que decir, los cuatro nos miramos, y de un par de cucharada nos comimos todo el postre (menos Yusepe, que acabó todo de una sola cucharada). La sensación que sentimos todos en ese momento es casi indescriptible (digo casi, porque de todas formas la voy a describir a continuación). El sabor del pequeño pastelito de chocolate… era… simplemente ¡único!

¡Que sabor! ¡Que textura!, y estaba cálido, en total contraste al helado. Simplemente magnífico…

Luego de un pequeño debate todos concluimos que había sido el mejor bocado de brownie que probamos en nuestras vidas. Finalmente, todos sentimos al mismo tiempo una sensación de decepción, tristeza, y en general un fuerte aroma a derrota…

El aroma en cuestión salía de la cocina, obviamente provenía de alguna pasta que se estaba elaborando en la cocina, pero el simple hecho de saber que no teníamos suficiente para comprar lo que fuere, nos llenaba de esa sensación… y más para Yusepe, quién sintió la experiencia en menor proporción al resto, pues no había sentido la ambigüedad del helado con la calidez del pastel. Y Yusepe preguntó: “¿Qué es ese aroma?”, y Pablo respondió: “Es el olor de la derrota”, a lo que yo acoté: “No, es el olor del brownie sin helado…”

Al final, este chiste nos costó a todos 3 dólares con 50 centavos, y a Yusepe 2 dólares con 50 (si, la bola de helado costaba un dólar, considerando que el litro de helado cuesta aproximadamente unos 4 dólares, tenemos 2 opciones: 1.- El helado era importado, o 2.- El helado era de un sabor nuevo, único en su especie y del cual solo quedan unos pocos litros en el mundo). En fin, pagamos, salimos y lo único que nos quedó fue el recuerdo de un magnífico postre pero a un precio demasiado exagerado, y un dolor de billetera único (eso sin mencionar un dolor puramente psicológico en la parte posterior inferior de nuestros cuerpos, pues la cuenta fue un verdadero abuso sexual…). Para finalizar la bizarra anécdota, unas cuadras después, a mi hermano se le ocurrió una brillante idea. Entró con Pablo a una cafetería, de corte similar al lugar donde fuimos “asaltados” minutos antes. Ahora decía en la puerta “Coffe and Cookies” (literalmente: “Café y Cocadas”). Pablo preguntó cuanto costaba un café con leche y unas galletas; la respuesta fue: 3 dólares con 20 centavos. Mi ñaño aclaró: “Pero nosotros somos de acá” a lo que el tipo de la cafetería respondió: “Entonces para dejarles en 2 dólares con 10 centavos…”.

¿Qué le pasa al que hace trampa?

Cuando una noche, me reuní con mi hermano gemelo, mi hermana mayor, mi cuñado (esposo de mi hermana, por si acaso), mis 3 sobrinas y mi pequeño sobrino a jugar un juego (valga la redundancia) de mesa, hay cositas que me quedaron grabadas, y es que esa noche en verdad aprendí una cosa. Aprendí que pasa con el que hace trampa.

La verdad pensé que el juego iba a transcurrir con relativa normalidad (digo relativa, pero es que con mis bromas, las de mi hermano, y las locuras de mis sobrinas y sobrino, nunca se sabe que puede pasar). El juego en sí, era el famoso juego de los dibujos rápidos, donde se hacen equipos y un miembro del equipo trata de dibujar y representar las palabras que se leen en unas tarjetas, lo más velozmente y sin decir nada, y los otros miembros del equipo tratan de adivinar lo que se quiere representar.

Hay varios niveles de dificultad, nosotros jugamos al fácil, porque había niños (además los niveles más altos casi siempre son imposibles, o piensan que es fácil representar con un dibujo rápido frases como: “arte abstracto” o “Mosquito jugando rayuela”, los peores que me tocaron a mi fueron: “Carta Magna” donde primeramente debí correr a un diccionario para saber que diablos es “Magna” o uno que decía: “Crepúsculo permanente” donde nunca supe que rayos quería decir “permanente”).

Las primeras sorpresas llegaron cuando traté de representar la palabra “ratón” con el dibujo más simple que se me ocurrió. Dibujé una bolita y un hilito que le colgaba. Sorpresivamente mientras mi hermano, mi cuñado y mi hermana, debatían acerca de si aquello era un globo o un yoyo, mis sobrinitas llegaron a la conclusión de que lo que dibujé era un espermatozoide.

Luego de un par de rondas, nos percatamos que mi cuñado estaba haciendo trampa, pues leía las palabras antes que salgan, fue ahí donde el pequeño niño (mi sobrino de 6 años) entró en acción (estaba haciendo de juez), y le dijo en un tono de confianza al tramposo: “No mi hermano, no, no sabes que si haces trampa te vas a quedar ahí como burro” (nótese la diferencia de madurez, inversamente proporcional a la edad). Una de mis sobrinas reprendió al estafador preguntándole: “¿No sabes lo que le pasa al que hace trampa? (claro, nadie respondía, pues generalmente a los tramposos los linchan, queman vivos o los descalifican, pero aquí no podíamos hacer nada de eso).

Luego de varias rondas cada vez más abstractas, y varias demostraciones de verdadero profesionalismo por parte del pequeño juez, increíblemente (y dudosamente) mi cuñado consigue la victoria, luego de adivinar la frase “cinturón de seguridad” con un dibujo que apenas podía entenderlo el mismo que lo hizo.

Cuando recogíamos el tablero de juego, mi pequeño sobrino se acercó y me dio la lección del día. Me dijo: “Tío, ya se que le pasa al que hace trampa”, “¿Qué cosa?” le pregunté… con mucha sinceridad respondió: “¡Gana!”

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